Un regalo, ver la luna llena, tamizada por nubes de
algodón, sentados a la puerta de la casa, en Guimarán. Milagros me explica que
esas cosas que pasan volando, con quiebros bruscos, son murciélagos; se toman
la cena, su principal alimento diario. “Hacen mucho bien al campo”, me dice,
como si quisiera ganar mi benevolencia hacia ellos; innecesariamente, sé que
hacen falta toda clase de bichos para que esto ruede. Tranquilidad en el
anochecer.
Mientras tanto, desde el otro lado del Atlántico venía
desplazándose una mala noticia: Ha fallecido B., una chica de veintipocos. Por
su propia mano.
La conocí hace años, cuando era una alegre y sociable
teen-ager, que viajaba con su madre, la Doctora P. El contexto de su muerte me
ha entristecido, me ha enfurecido. B. había salido de la casa familiar al cumplir los 18,
siguiendo esa saludable costumbre, -que no pueden tener los jóvenes españoles-, de
afrontar la vida por su cuenta al llegar a la mayoría de edad. Tuvo varios
trabajos, todos efímeros y mal pagados, exactamente igual que le sucede a
nuestra juventud. La propaganda USA, distribuida sin sentido crítico entre
nosotros, dice que con el Señor Donald Tramposo casi ha desaparecido el paro;
la cruda realidad es que esta mujer, como tantas otras, no podía pagarse los
medicamentos que podían paliar una enfermedad sobrevenida, seguramente mal
comería.
Buscando nuevos horizontes emigró al Canadá. (Sí, Mr.
Trump, su país también origina, expide emigrantes). Allí encontró el mismo tipo
de empleo basura, porque este Sistema mima el capital financiero mientras desatiende a
los seres humanos. Hubo de pedir caridad pública recurrentemente para comprar
medicinas.
Al final se entregó. Como su madre, había estudiado Artes
escénicas; ella misma colgó el cartel de The End. El viernes 16 de agosto, día de su cumpleaños, fue su funeral.
Mientras yo miraba la luna llena de Guimarán, el Capital
remataba a una veinteañera americana. Siempre dije que ni soy poeta ni lo
quiero ser.
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