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Maricuela, cien años y cuarto



Hoy es 8 de marzo; me pareció un día apropiado para cerrar estos apuntes sobre Ángeles Flórez Peón, y publicarlos.

La conocí en la republicana Fiesta del Oso Regicida, de la mano del extinto amigo Paco Prendes Quirós; me sorprendió la fuerza de una mujer menuda y decidida, que sonreía todo el tiempo a la par que declaraba con firmeza que República era sinónimo de Libertad. Pude estar presente el día que las Juventudes Socialistas la nombraron Presidenta de honor; le impuse la insignia de plata tricolor en nombre del Ateneo. Me la muestra con orgullo cada vez que coincidimos. Así que en noviembre del año pasado no pude faltar a la celebración de su centenario con la vida, otra vez en representación del ateneismo republicano. Una fiesta entrañable, en la que sobraron discursos de propaganda socialista; ella los sobrellevó con la sonrisa habitual.

“Mujer de luz”, dijo una homenajeante. Iluminó la jornada, por encima de quienes confundieron homenaje con autoproclamación o de los burdos errores del Secretario general, capaz de hablar del hundimiento del Frente norte el 21 de noviembre de 1937. (¡Octubre, Señor Barbón, octubre!) o de que Maricuela fue castigada en presidio porque al canto del “Cara al sol, no había levantado el puño”.

Dos libros de memorias, ha publicado nuestra amiga; en el primero, editado por la
Fundación José Barreiro, cuenta la parte fundamental de su vida; entre otras cosas que, en la funesta prisión de Saturrarán (Motriku), una monja poco amable (“Sor Ana. Era la más joven. Era un bicho malo”), la confundió con otra presa que “no había levantado el brazo”, -el obligatorio saludo fascista-, al entonar el himno de la Falange. Si además de eso se le ocurre levantar el puño no sale con vida. “El Director vino furioso, con el puño hacia mí. Creí que me iba a dar un puñetazo. - ¡Todavía se atreven ustedes a revolverse? Tenían que estar todos bajo tierra. Hemos sido benévolos. Estaba como loco. Fue así como acabé en el famoso sótano”. Dos meses a pan y agua, aislada en una celda sin luz, con la lluvia aumentando la humedad interior; la sacaron cuando una funcionaria civil se asustó de su estado.


Su delito fue haber sido cocinera para el Batallón “Mártires de Carbayín” en el 36. El nombre era recuerdo de los 24 asesinados en dicho pueblo minero por las tropas al mando de un Nart, en la muy dura represión de la insurrección del 34; los mataron de noche, sin tiros, para que no los oyera la población, a machetazos, y quedaron mal enterrados en una fosa común. También el sobrenombre de “Maricuela” procede de aquellos años. Se había afiliado a las Juventudes Socialistas Unificadas; montaron una representación teatral en la que encarnaba a una joven obrera con ese apodo. Parece que el éxito la marcó.

Detenida en noviembre de 1937, la llaman al Consejo de guerra tres meses después, “Teníamos un abogado de turno. Cuando le tocó a él hablar, yo no podía creer que fuese un abogado para defendernos. Nos estaba más bien acusando”. Reclusión a perpetuidad. En los relatos del interior de las prisiones no llevan la peor parte los hacinamientos, la falta de higiene o el hambre, sino las barbaridades de los carceleros.

Son las nueve de la noche
Ya tocaron a silencio
Ya las pobrecitas presas
Están temblando de miedo

“…habían sufrido mucho, porque venían con listas para matarlas, y en otras cárceles las violaban. En la cárcel de Laviana una noche habían ido los falangistas con una lista de veinte, Una daba tantos gritos que la tiraron para un lado y cogieron a otra en su plaza. En la cárcel de Infiesto, el juez las reunía y escogía a la que le gustaba, y la llevaba para violarla. Así que cuando las reunía, todas temblaban…Una joven muy guapa que había sido violada por el juez. No quería hablar con nadie. Se acurrucaba en un rincón y allí estaba triste sin hablar”.

Hambre. Es una constante en todos los libros de memorias de estos años. Tanta hambre que la gente llega a comer los plátanos y naranjas sin pelar, que en el servicio de cocina algunas comieran las patatas crudas, o, peor aún, recurrieran a las mondas desechadas. Tanta hambre como que el reparto de alimentos pueda ser la forma de apaciguar a las rebeldes, o castigarlas en su caso. El régimen de Saturrarán, sostenido por monjas, obligaba a caminar con los brazos cruzados y mirando al suelo; cualquier indisciplina era castigada sin correspondencia, sin lectura, sin recreo, o con aislamiento en el sótano; no parecía ser suficiente para doblegar rebeldías “Había monjas que hasta en dar la comida se vengaban. La cogían por arriba y era solo caldo (agua caliente) y dejaban a la persona sin comer. A mí me lo hizo la que me había castigado, un día que fue ella la que daba la comida”

Tanta hambre que el mayor privilegio de la liberación sea “comer tantas patatas fritas como quise”; las internas que reciben esta noticia de otra compañera claman al unísono, ¡Qué maravilla! Maricuela recuerda con detalle su primera cena en libertad, “patatas en salsa verde y merluza de altura rebozada”. Claro que había que tener cuidado, un atracón después de años sin comer puede ser funesto, “habían escrito las que habían salido, que habían estado malísimas a causa de la comida”.

Por fin consigue pasar la frontera a Francia con su hija, previo pago de 2.000 ptas. al guía, -un capital para la época-, y reunirse con su marido. Estabilidad económica, nace el hijo, la vida parece normalizarse, pero cuando intenta volver de vacaciones, de nuevo es detenida “por terrorista”. Consecuencia de haber cocinado de joven para quienes se resistieron al golpe de los generales, “acusada de rebelión militar”, como su amiga Rosario Casanova, detenida por el terrible delito de coser uniformes para milicianos. 1959, ya habían pasado 20 años desde el final oficial de la Guerra, los vencedores seguían manteniendo listas de enemigos; una limpiadora la regaña duramente, “¡Qué creías, que España había cambiado! ¡A quién se le ocurre venir voluntario a la boca del lobo!”



Ahora ya cuenta las cosas con la tranquilidad de los tiempos pasados. Incluso recuerda anécdotas como cuando le hicieron un consejo de guerra a un piojo en la cárcel de Oviedo, salvado por la llegada de la celadora. No olvida el dolor de una madre, llevada a la locura por la muerte de sus hijos, ni el mismo destino de un joven, por el miedo a la muerte. No olvida que en su Consejo de guerra dos testigos falsos la acusaron de delitos que no había cometido, ni al Delegado de Pola de Siero, que ante las mentiras “lo dobla y lo firma”. “Le contestaría…nunca manejé un arma y creo que una ametralladora debe ser difícil de manejar”. Tiene los documentos firmados por los falsarios, pero se niega a nombrarlos; ya ha pasado el tiempo, serán muy ancianos, habrán muerto o tendrán descendientes que no tienen la culpa de sus actos.



Insiste en la necesidad de un mundo que supere estos comportamientos, clama por la unidad de los partidos de izquierda, participa en todas las cuestiones sociales que sus más de cien años le permiten; se alegra de que por fin se haya erigido el monumento a los Mártires de Carbayín, -cuya fosa quiso hacer desaparecer el cura-, aunque su madre no haya llegado a verlo, y cierra con una frase que señala a los culpables de tanto sufrimiento: “Si no hubiera habido golpe de Estado, no hubiese habido guerra ni injusticias”.

Un besu, Ángeles, n’esti Día de la Muyer Trabayaora. Gracies pe la llucina de la to sonrisa.




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