La idea original del título no es mía, desde luego;
corresponde al libro que con sus memorias publicó el “niño” Rafael de Barrutia.
Narra sus alegrías de jugador de fútbol contra los chicos ingleses, ganándoles
por goleada; o el momento terrible en el que le comunicaron que su padre y su
hermano habían sido fusilados por los franquistas. Afortunadamente fue un
terrible error, días más tarde le dijeron que vivían.
El viaje era el desgarro. Josefina: “Papá made the decision. Mamá said
No, but papá said Yes…Papá dice 'ellos tienen la vida por delante y nosotros vamos a morir todos'; pero mamá dice que si van a matarnos, que sea juntos. Para los niños más pequeños, sin embargo, era una aventura,
máxime cuando las familias les repetían, -hasta la saciedad, queriendo hacerlo cierto-,
que “solamente era por tres meses”. Si bien algunos pensaban que la guerra
acabaría pronto, el ambiente no estaba para celebraciones. Paco Robles: “Aún
me recuerdo de las lágrimas de mi madre mojando mi mejilla cuando se despidió
de mí”. El hambre era aterrador, se contaba que no se veían perros ni gatos
por Bilbao; pero eran peores los bombardeos y las bravatas de Mola. El
Secretario de Asuntos exteriores, Mr. Eden, solicitó a su embajador que
confirmase si eran ciertas estas palabras del general golpista: “Un lugar desolado y arrasado hará
que los ingleses se arrepientan eternamente de la ayuda que prestaron a los bolcheviques
vascos”
El gobierno inglés no tenía muchas ganas de ayudar a la
República; los generales rebeldes decían que “están robando nuestros niños,
arrancándolos de los brazos de sus padres”. El embajador Henry Milton había
dado por buena la versión de Franco de que Guernica había sido destruida por
sus propios habitantes; solamente la energía del cónsul Ralph Stevenson que
remitió un informe escrito sobre la magnitud de la tragedia: “Nueve de
cada diez casas no se podrán reconstruir…No se sabe con certeza, ni
probablemente se sabrá, el número de víctimas”, complementado
por el envío de dos bombas incendiarias de fabricación alemana, para que no
quedara duda de los autores. (Lo que le valió una reprimenda por meter en la
valija diplomática material inflamable).
The National Joint Committee for Spanish Relief, creado
el noviembre anterior, estaba presidido por la Duquesa de Atholl y contaba con
las Trade Unions, los partidos Conservador y Laborista y las Iglesias
Anglicana, Metodista, Cuáquera y Católica. Envió a Bilbao a la laborista Leah
Manning, que resultaría crucial en el buen fin de la expedición. Argumentando
los desastres de la guerra consiguió ampliar el cupo inicial de 2.000 a 4.000
niños; la Duquesa apoyó su propuesta con un telegrama al ministro Eden,
“expresando la preocupación del Comité por el destino de muchas jóvenes
adolescentes si Bilbao caía y las tropas extranjeras campaban a sus anchas por
la ciudad”. Su fama precedía a las tropas moras.

Llovía. El día 21 el barco abandonaba Santurce rumbo
norte. Todo el mundo recuerda la travesía como infernal. Al los llantos por
quedarse solos y el hacinamiento se unieron el mareo, agravado por la tormenta y porque, después
de tanto tiempo de hambres, se atracaron a comer, -“Mi
hermana mediana se zampó cinco huevos cocidos, ¡así no te mareas!”-, y el miedo al
Almirante Cervera, el crucero de guerra de los golpistas que intentaba bloquear el Golfo de Vizcaya; de hecho los
barcos de refugiados eran protegidos por destructores británicos que evitaban
los intentos de devolverlos a su origen.
Cada niño llevaba una tarjeta de cartón con el rótulo
“Expedición a Inglaterra” y un número identificativo. Tomás Nuñez: “nos colocaron en la solapa dos
etiquetas, como si fuéramos paquetes a enviar”; pero era un buen
método organizativo, Vicente Cañada: “Llevaba en mi solapa la tarjeta 1702, número que
nunca he olvidado y que conservo como PIN del teléfono, porque lo recuerdo
bien”. Fausto Benito no olvida que él era el 3, sus hermanos
mayores el 1 y el 2.

Como era lógico, les hicieron un reconocimiento médico,
y les clasificaron con unas cintas de colores para intervenciones posteriores. Agustina
Pérez, “la señora me dio una cinta blanca y me pidió que la colocara en la
muñeca; a otra amiga le dieron una roja, como el rojo es mi color favorito nos
las cambiamos”. Mal negocio, porque, como recordaba Isabel Fdez. Barrientos,
“las de colores eran porque tenían piojos y otras enfermedades”; así que a la
lista de Agustina, antes de llevarla al destino definitivo, le cortaron al cero su bonito pelo, la lavaron y la fumigaron. En cualquier caso nada comparable con el
disgusto de perder la pobre maleta de cartón con sus cuatro pertenencias y un
libro, que se trajo de casa.
De todas las maneras la mayor sorpresa fue la llegada
al campamento de North Stonehom, a las afueras de Southampton. Había sido
cedido por G.H. Brown, un granjero que quiso ayudar a los niños; en apenas una
semana los equipos de voluntarios, encabezados por los boy scout, habían
montado todo, con la ayuda especializada de los profesionales que aportaban los
sindicatos. Para la mayoría de niños la visión de las tiendas de campaña fue una
sorpresa: “¡Indios!”
Próximo capítulo. Una nueva vida.
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