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Pedro


"¡Ay, qué desgracia tan grande!" De repente toda su prisa dejaba de tener sentido; había cruzado a la carrera, en diagonal, los tres carriles de la transitadísima calle Pascual Ribot, sin pensar en el semáforo, tan cerca, porque perdía el autobús. Justo a la puerta le jugó una mala pasada el bordillo de la acera y cayó cuan largo era, rozando la rueda delantera derecha. Llevaba una mano a modo de visera, en la actitud típica de quien padece cataratas, la otra apretaba una carpeta llena de papeles, de modo que no pudo parar el golpe, espetó la cara directamente contra el pavimento.
Costó trabajo levantarle, el susto, la sorpresa, no le dejaban reaccionar; y ya en pie el drama: “¡No veo, no veo, ay, qué desgracia tan grande!” Del ojo derecho le manaba sangre, -el caudal iba en aumento-, y le sobresalía algo que yo interpreté como hilo de suturar. No acertaba el hombre a explicar qué tipo de intervención había tenido. No quería que llamásemos a casa, “mi mujer se asustará” “¿Viven ustedes solos?, tienen algún hijo o familiar cerca?” “Sí, estamos solos...” El conductor del autobús no movía el vehículo esperando soluciones, actuó rápidamente llamando a emergencias, la gente, nerviosa, quería que insistiéramos; el hombre se vino abajo definitivamente, “¡Ay, que dolor más grande, qué dolor! Por favor lléveme a la clínica donde me operaron”. Me explicó el nombre, no quedaba lejos, me negué a que subiera en un coche, una señora amablemente me cedió su teléfono y hablé con el 112, la ambulancia estaba en ruta. “¿Cómo se llama usted?” “Pedro…por favor lléveme a donde me operaron, ¡qué dolor!””Ya vienen los médicos, no se preocupe”. Le dije al conductor del transporte público que no se entretuviera más, por las ventanillas las pasajeras miraban con cara de angustia; al fondo ya se oyen sirenas…
Las calles de Palma bullen de consumidores, es Navidad, aunque el sol mediterráneo nos despista a los del norte. Los comerciantes están contentos porque el personal vuelve a consumir, los gimnasios hacen ofertas para enganchar los buenos propósitos de fin de año, de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno. En S’Escorxador han puesto dos abetos en los que la clientela cuelga sus deseos; la gente pide amor y dinero, incluso alguno "salud para mi abuela”. 








Yo pienso en que cuando caiga, que caeré, quiera mi destino que una mano amiga me levante. A media mañana me acerco hasta la clínica (privada), la joven señora de urgencias tuvo la paciencia de buscar el ingreso por el solo nombre de pila del paciente y la hora aproximada del accidente; con una sonrisa me regaló la buena noticia: Pedro ya está en casa. “¿Quién vino a buscarle?” “Su mujer” Espero que la pobre no se haya asustado más de lo normal. El conductor de autobús, la señora que paseaba el perro y me prestó el teléfono, las buenas gentes que se detuvieron para ayudar, están de enhorabuena.

Moraleja: Pedro no tiene por apellido Sánchez, sino uno catalán que no recuerdo, o que a lo mejor nunca supe. Confío en que recapacite acerca de que no merece la pena jugarse el pellejo para coger el autobús que te ha adelantado,-llegarán otros-, que para iniciar una carrera se deben contar fuerzas y saberlas suficientes. El ser humano necesita compañía, pero, como el caso de las chicas de la nota de abajo, no es bueno agarrarse al primer brazo que aparece, ni siquiera en momentos de turbulencia; quienes usamos nuestro tiempo en interesarnos por su descalabro, quienes generosamente le regalamos nuestro tiempo y nuestro afecto, éramos personas de a pie. Ningún Audi negro detuvo su marcha por la calle Pascual Ribot.


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