No se creía cuando le comenté lo del icono; el pijama a
rayas, las domésticas pantuflas, eran el contrapunto, en las noches de la Marcha
de la Dignidad, camino de Madrid, a los materiales modernos de alta montaña,
que llevaban las juveniles huestes astures. Ramiro en pijama es el más alto
símbolo de la paz. En veintidós días aprendimos mucho; uno de los maestros, -en
conducta, en saberes-, fue este madrileño, reconvertido en leonés, con tozudez
más propia del páramo aragonés y con capacidad de sorna langreana; es decir, un
internacionalista.
Siempre que alguien pone en cuestión el Sistema recibe
palos; en su físico o en su fama. Vino un autobús de la Columna asturiana a
solidarizarse con su amigo y en la esquina de al lado, dando a la Plaza de la
Monxina (de la Inmaculada), un valiente sembraba cizaña entre los paseantes: Nada, uno que nunca consiguió ningún puesto
y quiere llamar la atención. Cree el ladrón… pensé y le dejé ir; pero a los
pocos días una buena amiga, nada sospechosa de murmuradora, me hace llegar el
recado de que ya me contará quién es Ramiro. ¡Hombre, caminamos juntos tres
semanas!, por muy tonto que yo sea, algo habré observado; a poco relaciono ambos
hechos con una columna, absolutamente insidiosa, aislada en la prensa leonesa,
en la que se pretendía acusar al huelguista de oportunista y vago. Sé al menos
de dieciséis libros, de ensayo, poesía y teatro para grandes y chicos; un serio
trabajo, de cinco años de investigación, publicado sobre Renta Básica, representaciones
teatrales, un blog, charlas, peleas sociales…si esto es pereza baje Lafargue y lo vea.
Apenas conozco a los hijos, me imagino, por las edades,
que sus opiniones variarán entre, “no
sabe lo que se hace, el viejo…” y “¡no
sabes lo que hace mi viejo!”; sí he tenido el gusto de conocer a Yolanda,
que aguanta por los seis, y tiende puentes con la madre (“¡que la tiene contenta!). Yolanda carga con todo, con una sonrisa
envidiable, y además se empeña en que vayamos a la casa; a comer, a cenar, a
dormir, a vivir…y te encuentras allí con personas que nunca has visto, pero
como si las conocieras de siempre. El último viernes de julio tocaba Ágora de
la poesía, en el anfiteatro de San Marcos; esta vez no se repartió chocolate, en
solidaridad con el ayuno de Ramiro, que hizo el esfuerzo de asistir a la
apertura, y así pudo escuchar a Yolanda, recitar, con esa voz dulce y firme, la poesía de
Nazim Hikmet sobre su propia lucha:
Hermanos míos
Si no consigo decir correctamente
Lo que quiero deciros
Perdonádmelo, hermanos míos
Estoy algo ebrio, se me va un poco la cabeza,
(No es culpa del licor
Por el hambre, tal vez).
Me asegura Ramiro que para la recuperación se ha puesto
totalmente a las órdenes de Yolanda; como no me fío, le pregunto a ella, su
respuesta es bien clara, “¡A buenas
horas, mangas verdes!” Desconozco si él ha escrito, entre tantas páginas, algo
en honor a su compañera; desde la distancia pienso que pocas líneas podrían
describir mejor el panorama que las de Pablo Milanés: “Si alguna vez me siento derrotado/renuncio a ver el sol cada
mañana/rezando el credo que me has enseñado/miro tu cara y digo en la ventana/
Yolanda, Yolanda…” Eternamente, Yolanda.
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