Foto realizada por Aitana Castaño, redactora jefa de "Cuenca del Nalón" |
¡Ojalá que no duermas! ¡Ojalá que
cada vez que cierres los ojos se te aparezcan estos ataúdes y el dolor de estas
familias! El facultativo jefe, la dirección de
la Hullera Vasco-Leonesa, tuvieron que escuchar la voz nerviosa y rotunda,
firme, de una familiar que usó el micrófono de la ceremonia para sacar toda la
rabia respirada en silencio. Todas las declaraciones de familiares y amistades
señalaban el dolor de meses, desde la última huelga, de afirmaciones
irrespetuosas de gentes que no saben el valor del trabajo.
Seguía la
homilía laica: “Cuando la huelga, decía
el jefe de la mina que no tenían cojones para entrar al tajo. ¡Míralos ahí si
tienen cojones, mira el resultado de la valentía!” Tan valientes que
algunos han caído por intentar salvar a los compañeros. El grisú se expande en
segundos, expulsa el oxígeno y te asfixia, eso si hay suerte y no explota, con
una deflagración terrible que quema todo a su paso. “El autorrescatador sirve sólo para unos minutos; en los cursos de
seguridad te dicen que salgas inmediatamente, volver es suicida…los que han
caído, han caído, no caigas tú. Pero, claro, estás allí…” Estás allí y
vuelves, porque en la mina la vida es colectiva.
El
irresponsable ministro del Industria viajó inmediatamente a León, alguien, más
prudente, le aconsejó que no se acercara al pozo. Seis muertos y cinco
intoxicados graves por una repentina bolsa de metano, el asesino artero entre
la hulla, en el pozo Emilio del Valle, antes Pozo Tabliza. El año pasado el Sr.
Soria había dicho que los mineros eran unos privilegiados. “Yo soy cuñado de uno de los fallecidos, dentro de veinte días se
habría prejubilado… ¿Privilegiados? Mire, ocho horas encerrados a 800 metros, ¿y
sabe cuánto cobran? ¡1.360 euros! Por 1.360 euros a 800 metros de profundidad”. (El pozo realmente
tiene 694, pero para mí es lo mismo: la humedad, los 35 grados de algunos
tajos, trabajar doblado golpeando la cabeza contra la piedra, oir crujir las
mampostas, el polvo que se te cuela al respirar ya la obscuridad absoluta, que no es ni imaginable).
“Efectivamente, eso es lo que cobramos”. Hice el viaje hasta Santa Lucía de Gordón, en la montaña leonesa, con Jandro y Viti, dos mineros jóvenes, poco más de treinta años, con el mismo léxico, con las mismas actitudes vitales que la vieja guardia, aunque ya calados por otra relación de pareja. Jandro está casado y tiene un encanto de niña de poco más de un año, le da consejos a Viti, que espera un niño para enero; Jandro suele entrar en el turno de tarde, se levanta a las siete de la mañana, -su mujer trabaja-, baña a la hija, le da el desayuno, le explica a Viti lo de los pañales y le aconseja que no cambie de coche para que le entren el carrito y toda la impedimenta del bebé. Otra parte del trayecto se habla de la desgracia, de seguridad, (El problema ahora es que, con la reducción de plantilla a veces estás solo en el tajo, y si pasa algo…), de la mala información de TVE o, a carcajada limpia, de los problemas de Jandro con la jefa de Hunosa. Le dijo cuatro cosas en una sidrería y la otra le amagó con el despido; el asunto de momento ha quedado en 45 días, así tiene más tiempo para la niña, pero el compañero le aconseja que cuando vea un micrófono de prensa huya de él, porque la puede liar.
Ciñera. Aquí
el año pasado hubo duras batallas campales con la Guardia Civil; los vecinos
hablaron de ocupación militar, una señora comentaba como habían asaltado su
casa, otra que no se podía salir a la calle por miedo a los disparos. La gente, en largas filas, emprende a
pie el trayecto hacia el pueblo de al lado, Santa Lucía; no falta nadie, aquí todo el mundo se conoce, en cada hogar hay una relación con el vecino caído. El funeral no se hace
en la iglesia, por duras cuestas se sube al Polideportivo, que ya está lleno
una hora antes, hay que quedarse en la explanada, hasta el Colegio, que está
cerrado.
Silencio. Un silencio denso. La acústica del Polideportivo hace más estremecedora la queja de la madre, que no aguanta el dolor en las entrañas (esa moda de los psicólogos, que para mí estorban más que ayudan; hay que gritar el espanto, repartirlo con los miles que han venido porque te quieren, porque son tus amistades). Aplausos para los cíclopes caídos, merecidos improperios a las autoridades, desprecio al obispo, asentimiento a las duras palabras de la mujer valiente, ¡ojalá no vuelvas a dormir!, y aplausos de nuevo a las familias, rotas, en un intento de que las palmas las mantengan en pie.
Salimos
corriendo a la montaña asturiana, Pola de Lena, la Plaza Alfonso X el Sabio
está llena. El silencio y las escenas se repiten, la gaita saluda y despide al
féretro con las notas de “Santa Bárbara”;
nosotros ya no tenemos palabras. “Parece
una noticia antigua”, había escrito Diana, desde la distancia. Y así es,
pese al día luminoso, pese al sol de otoño que recomendaba cubrirse la cabeza,
había un no sé qué de frío, de negro hulla, de imagen de otros tiempos, de
Victor Manuel cantando “La planta 14”, que yo creía un himno del pasado. Por más que ya lo he vivido, lo que más me
impresiona, lo que más me acongoja, son las madres que ya no lloran; están tan
entrenadas a los sufrimientos que no tienen ni lágrimas. “Mi padre también murió en la mina…”
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