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Historia de amor en Guimarán

Bien sé que Vicen me sabrá disculpar; agradezco profundamente su hospitalidad, pero le dejo en segundo plano porque, la verdad, mis prioridades en Guimarán son, por riguroso orden, la sonrisa de Aida, la alberca, el escabeche de Milagros y los tomates de Conchita.
El valle tiene otros mil asuntos de interés; es una gozada salir de paseo y disfrutar la tranquilidad, salvo los trenes puñeteros de Arcelor. Es más que conveniente llevar la cámara al hombro, porque nunca sabes dónde puede aparecer una historia, como esta pausada historia de amor entre dos caracoles. (Es una bendición para la escritura esto de los moluscos gasterópodos; aquí no hay problemas de género).
Es el caso que andaba yo rastreando el jardín de la casa, después de desayunar como un cura de los de antes, aprovechando el amanecer para fotografiar la cuidada flora, cuando me encontré un caracol, musculoso, paseando por una tubería de plástico.


Recordé entonces que unos minutos antes había visto a otro congénere, aburrido, pasear por una tela asfáltica, tras una malla metálica, como si estuviera arrestado. ¡Qué tiempos, cuando los caracoles se deslizaban por la hierba! Decidí juntarlos, porque estaban tan lejos que tardarían una semana en localizarse.


El que tuvo que viajar se comportó con una excesiva timidez. Puede que el vertiginoso traslado, -una persona camina a la estratósferica velocidad de cinco kilómetros a la hora-, el cambio tan acelerado de ubicación, le hubieran descolocado; no le apetecía salir de casa.


Su compañero, después de varios toques de antena a distancia, pareció perder la paciencia, le volvió la espalda y nos dio a entender que se iba a mejores ocupaciones.


En realidad era una táctica, se colocó al extremo del tubo y se  dedicó a una brillantísima demostración de músculo.


La treta le dio resultado, con una cierta distancia perdió el otro la timidez; la exhibición, por otra parte, le había hecho la boca baba, aumentaba considerablemente su predisposición a mayores desempeños.

Decidieron entonces caminar discretamente hacia un lugar más tranquilo, en el que este pesado de la cámara de fotos no moleste.


El sitio exacto era la parte inferior del codo de la cañería, a la sombra, por debajo de la línea de la mirada humana, protegidos hacia el oeste por una sutil telaraña que impedía el acoso de insectos, particularmente esa abeja más pesada que el tábano. Una unión pausada, tranquila, lenta y tan larga como la comida que, allí cerca, acometían los bípedos, con aperitivo y sobremesa.


Varias horas más tarde descansaban plácidamente, a cubierto de eventuales intrusos; no sé si, como hacen algunas parejas humanas, después de haberse fumado algún yerbajo.


Guimarán recuerda los veraneos de Clarín. Sin duda él habría contado mejor esta historia de amor rural, de moderada pasión agropecuaria, pero lo que no me cabe la menor duda es que no habría hecho fotos digitales.

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