“El domingo
22 de mayo el Habana llegó a Southampton. ¡Qué cantidad de gente! Nos dieron
dulces y helados. El Salvation Army tocaba música: el ver esas señoras con esos
sombreros que llevaban y los autobuses de dos pisos nos hizo reír mucho y nos
dimos cuenta de que la vida era distinta en este país. Nos llevaron al
campamento de Eastleigh y cuando vimos las tiendas todos dijimos ‘¡indios!’
Nunca habíamos visto tiendas y menos dormir en ellas.”
El recuerdo de Mº del Carmen Antolín Pintado refleja
claramente la sorpresa ante unas costumbres diferentes; el proceso de
adaptación no iba a ser sencillo. La primera barrera fue el idioma, lógicamente;
ni refugiados ni anfitriones manejaban el habla del otro. Paco Robles me
contaba que no quería aprender inglés; le resultaba complicada una lengua que,
-todavía lo repite hoy- se escribe de una manera y se pronuncia de otra; además
“¿para qué iba a aprenderlo si íbamos a estar aquí sólo por tres meses?” Sin embargo,
cuando se dieron cuenta de que no había otra, se aplicaron al estudio con
ahínco. “De todas formas tuve mucho interés en aprender el
idioma con un amigo, Pedro Encinas; salí yo primero en inglés y él segundo.
Como regalo nos llevaron una semana de vacaciones a Londres” Una maestra le obsequió
con un diccionario por su aplicación, con dedicatoria, que aún conserva; lo
tiene bien a mano en casa y me lo enseña con orgullo.
Es el mismo caso de otra Mari Carmen. Para empezar le suprimieron
el nombre compuesto, quedó simplemente en María, más sencillo, aunque al
pequeñín de su familia de adopción le encantaba recitarlo completo, ¡María
del Carmen Andrés Elorriaga! Tuvo muchas dificultades de adaptación, tantas que tardó
en dejar de mojar la cama; sin embargo en cuanto se sintió más segura se esmeró
en el estudio: “Cuando llegó el final de curso, María era la primera de la clase en
inglés y recibió un libro como premio…Al cumplir los catorce años María terminó
el colegio. Su profesora estaba encantada con su progreso, no sólo había
acabado siendo la primera de la clase, sino de la escuela”. Esa ansia de
aprender hacía que Benedicta González echara pestes de la maestra española que
acompañó a su grupo, “porque se ocupó solamente de sus hijas, que
llevó con ella”. Al final se quejaba de que la guerra le había hecho perder
tres años de estudios. Uno de los mejores métodos de aprendizaje del idioma
fue compartir la vida con las familias que les ayudaban. Iban a buscarles al
campamento, les sacaban de paseo, les llevaban a conocer Londres, iban al cine,
donde se dieron cuenta de que les costaba más trabajo entender a los actores
americanos; o les invitaban a merendar. Alfredo Ruiz: “La gente era muy amable e
invitaron a los niños a sus casas a comer. Fue así como aprendimos el inglés”
En cualquier caso, hubo un punto de inflexión en el
proceso, un hecho terrible que hizo a los niños darse cuenta de repente de que
su estancia no era una aventurilla de tres meses: La caída de Bilbao en manos
de los golpistas. José María Armolea: “Pero el día más negro de
todos…fue cuando nos dieron la noticia de la caída de Bilbao en manos de Franco
y de los militares rebeldes…nos pusimos como locos de ansiedad al ver nuestro
mundo desbaratarse. Los chicos de más edad salieron del campamento y se fueron
hacia el puerto para subirse a un barco, ir en busca de sus padres y luchar
contra los rebeldes. Muchos voluntarios y policía tuvieron que rastrear la zona
para traerlos de vuelta”. María Dolores Banjuán: “El 19 de junio de 1937 los
altavoces del campo pidieron nuestra atención para la siguiente noticia:
‘Bilbao acaba de caer en manos de los rebeldes’ El desespero general fue
patético. Para nosotros España era Bilbao, el mundo era Bilbao. Nuestro barrio,
nuestra escuela, nuestra familia, toda nuestra vida era Bilbao. Allí estaban
nuestros padres. ¿Por qué dejar algo en pie si para nosotros el mundo estaba en
ruinas? Varios grupos empezaron a destruir todo lo que veían por delante
movidos por la rabia…”
La paciencia y el cariño de profesorado y cuidadores hicieron
retornar la calma. Por otra parte
empezaba a desmantelarse el campamento para repartir a los chicos por
otras colonias, casas o familias. Los llamamientos para el apadrinamiento
habían dado buenos resultados; desde el panadero local que ofreció el regalo de
cincuenta barras diarias hasta las grandes fortunas que ponían a disposición
del Comité mansiones con gran capacidad de alojamiento, pasando por las
familias trabajadoras, tanto de Inglaterra como de Gales o Escocia. El inglés
de los “niños” no sólo se consolidó, cogió un fuerte acento local.
Los recuerdos van desgranando las diferencias
culturales. Extrañan, por ejemplo, las comidas; hay cosas que no les gustan,
pero hay unanimidad en el aprecio a los sándwiches y todos recuerdan con tal
fuerza el sabor de la leche malteada que repiten hasta la marca, Horlicks. Les
sorprende el comportamiento en la mesa, vienen a decir que parece que los niños
ingleses no hablaran a la hora de comer “como nosotros”. Pero un choque radical
es el del trato con los animales.”Nos enseñaron a querer a los pájaros y no
hacerles daño” (Rafael Flores). Ernesto Grijalbo agradecía que no le
hubiese denunciado el guardabosques por cazar conejos en época de veda, “consideraron
que era una travesura de niños, pero no comimos más conejos, ¡con lo buenos que
estaban!” Pablo Valtierra: “Recuerdo que en España nosotros nos comíamos los
pajaritos, pero lo yo que observé era que los ingleses los respetaban mucho” La diferencia
fue más notable para los que regresaron, así lo recuerda Isabel Fernández: “Mi llegada a España fue muy triste.
No había más que miseria, se veía a los perros abandonados, muertos de hambre
por la calle. Me causó mucha impresión, acostumbrada en Inglaterra a ver a los
animales domésticos muy bien cuidados por sus dueños”. Difícilmente
comían las personas, como para que hubiera para los perros.
Próximo
capítulo: ¡No vuelvas!
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