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¿Por qué no te callas?


Me saluda amigablemente un viejo conocido y quiere animarme: Últimamente no escribes nada…Incierto, emborrono libretas a diario, pero llevaba tiempo sin asomarme a las redes sociales virtuales; hay demasiado ruido. Toda esa cantidad de información flotando en el éter me abruma, no puedo digerirla; sobre todo cuando una gran parte está sin acreditar, me obliga a usar una considerable cantidad de tiempo en comprobarla. Cuando pregunto a un corresponsal ¿de dónde sale esta noticia? suele quedarse sin respuesta, es normal dar por buenas informaciones que han sido, sencillamente, inventadas; por hacer una gracia o por maldad, pero inventadas al fin.
Desde la antigüedad los contrapensadores han insistido en señalar los riesgos de la diarrea verbal; en el Tao te king se dice que el sabio enseña sin palabras, “hablar poco es lo natural, un aguacero no dura todo el día”. Séneca recomendaba, “no hables sino puedes mejorar tu silencio”. Los árabes nos dejaron sentencias importadas del Indostán y de Persia, “El hombre es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras”. En los tiempos que corren necesitamos ruido permanentemente a nuestro alrededor, por miedo a quedarnos solos con nosotros mismos. Un martes, al subirme al tren, escuché con disgusto que alguien tenía puesto el teléfono portátil a todo meter, con un ruido que debía considerar música. Enseguida tal agresión sonora quedó sepultada por la charlas de seis señoras, de esas que tienen la sorprendente habilidad de conversar a grito pelado y hablando todas a la vez. Vino el interventor a comprobar los billetes y con diplomacia digna de más noble empeño consiguió que apagaran el móvil, ¡era de ellas mismas!
La gente habla por teléfono en el transporte público o en la plaza como si estuviera en la intimidad del salón de su casa; gracias a ello he podido disfrutar en la línea de tren El Entrego-San Juan de Nieva  de las explicaciones de Patricia a su amiga Vero, no iría esa tarde a la quedada porque su novio podría enterarse de los suyo con Carlos, y en definitiva, “sólo había sido cosa de una noche”; un comercial de Citröen en un viaje en Alsa a La Coruña nos obsequió a sus concesionarios y al pasaje completo con los detalles acerca del catálogo de descuentos podían ofrecer; dos picadores del Pozu Sotón informaron a todos los que tuvimos el gusto de compartir vagón de que en un puticlub de la calle Postigo bajo de Oviedo trabajaba la mujer de Marino, si bien no estimaron oportuno contárselo a él. Un abogado, en las escaleras de los juzgados de la capital del Principado, se disculpaba con un cliente: “No puedo hacer nada, estoy en Málaga”.
Hace tiempo que había llegado a la conclusión de que el ser humano inventó el habla para engañar; me lo ratifica Ramiro Pinto: “Las palabras mienten. Alguien ha dicho que se inventaron precisamente para mentir” (Los que hablan están locos, del libro 'Cuentos con burbujas'). Ocultación. Internet se ha convertido en un paraje lleno de cobardes emboscados, agazapados bajo nombres falsos, dispuestos a insultar sin tregua; porteras aburridas decididas a pisotear famas, mirones sin vida espiando las ajenas. En el Barrio, al menos, las vecinas se asomaban a las ventanas para enterarse de lo que pasaba en la calle, no se ocultaban tras los visillos.
La maleta que no explotó en Sol
Mentes más lúcidas que la mía han escrito sobre los peligros de la realidad virtual. Remedios Zafra en “Ojos y capital” reflexiona sobre la pérdida de valor estético, en el sentido de que no cuenta tanto la calidad como la cantidad, es decir, el número de me gusta obtenidos. Cuantificación, por cierto manipulable; advierte: el medio no es inocente ni neutral. Facebook no es el paladín de la libertad de expresión, tiene claros intereses económicos; no necesita cobrarnos por su uso porque obtiene interesantes beneficios vendiendo a las grandes corporaciones los datos que graciosamente ponemos en sus manos: nuestras personas, nuestra posición, nuestros gustos y nuestras aficiones. Hemos dejado de valorar nuestra intimidad, ahora presumimos de todo lo contrario: aireamos todo lo que hacemos, desde que nos desperezamos hasta que cerramos la jornada. Zafra: Ser vistos no es una posibilidad en el mundo virtual, es una exigencia. Nos aplicamos con entusiasmo a la violación diaria de nuestra intimidad y sin embargo otros deciden lo que se puede ver y lo que no. Somos actores, espectadores y estadísticas, aunque jamás guionistas”.
Lo primero es contarlo. No tanto vivir el hecho como acreditar que yo estaba allí. Veo con estupor en la tele como un hombre se cae a la vía del metro y quienes están en el andén lo fotografían antes de pensar en su ayuda. Un estúpido es detenido porque no solamente pone en peligro vidas ajenas circulando a 240 kms/hora sino que hace pública su hazaña. Una noche de abril paso por la Puerta del Sol y la encuentro acordonada por la policía, intentando desalojar a los transeúntes, una maleta abandonada ha hecho saltar la alarma; un kilo de goma dos aderezado con unos tornillos puede causar estragos en cien metros a la redonda, sin embargo la gente, en vez de salir corriendo, prepara los móviles en la esperanza de grabar el momento de la explosión.

Me gusta el silencio de los patios andalusíes, de los claustros castellanos; podría pasarme como el monje de la leyenda, -también de procedencia persa-, que escuchando el canto de un pájaro dejó pasar un siglo. El silencio creativo, la calma de Machado. El abate Dinouart tuvo una vida tumultuosa, pero escribió El arte de callar. Había tenido sus más y sus menos con el obispo de Amiens, porque en Le triomphe du sexe, dedicado a su amiga Gabrielle-Emile Le Tonnelier de Breteuil, marquesa del Chastelet, había osado decir que las señoras tenían las mismas capacidades que los caballeros y, por ende, los mismos derechos.






También hay un jefe de la Iglesia por medio en su siguiente libro, cuentan los presentadores de la obra (en castellano editorial Siruela) que le fue ofrecida al cardenal Le Camus la composición de Bernard Lamy El arte de hablar, un tratado de oratoria con abundantes referencias a los clásicos. “¿Quién nos escribirá El arte de callar?” preguntó. Joseph Antoine Toussaint Dinouart aceptó el desafío. En el capítulo segundo clasifica los tipos de silencio: prudente, artificioso, complaciente, burlón, inteligente, estúpido, aprobatorio, despreciativo, humorístico y político. Un decálogo

Pronostican algunos el final de la letra impresa; dice un filósofo moderno que el objeto de su desaparición sería asegurar la desmemoria, la falta de testigos ante algunas barbaridades escritas, para librarse de la pena de hemeroteca; pero aún con este medio de comunicación nuevo se producen los mismos hechos que denunciaba el abate: comparaba a los escritores con los envenenadores y los falsarios. “Se escribe mal, se escribe demasiado, se escribe sobre cosas inútiles” y aseguraba, “Son autores, diréis: han escrito un libro. Decid más bien que han estropeado papel, además de haber perdido su tiempo…” Es cierto que Dinouart arrima el ascua a la sardina de los católicos, hurtándola a los enciclopedistas; el libro se titula exactamente Arte de callar, principalmente en materia de religión, y ofrece un buen catálogo de razones para apalear herejes (en aquella época en Francia ya no los quemaban), pretende que solamente opinen los de su cuerda; ahora bien, puedo trasladar algunas reflexiones de finales del XVIII a principios del XXI, del papel a la pantalla: Es rigurosamente cierto que la Red de redes tiene las ventajas de la inmediatez, de la comodidad, de ser una eficiente transmisora de noticias, sin embargo no estoy dispuesto a que algunos desaprensivos me pasen moneda falsa, a que envenenen mi alma, ni pienso dejar que me roben el tiempo.

Claro que podría resultarme peligroso, en estos días de leyes-mordaza, de controles policiales hasta para entrar al fútbol; si me doy de baja de Twitter puedo ser visto como antisocial. En “El sospechoso” (Pinto, 'Cuentos con burbujas') el protagonista se sienta de mañana en el parque de la Chantría; a la policía no le parece ni medio normal que esté solo en un banco, pensando. O sea, provocando. Acaba detenido. Mi familia ya lo sabe, y he advertido a tal efecto a mi abogado: cualquier día me puede pasar a mí.





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